Cuando decir “privatización” sirve más para agitar que para aclarar

"¿La confusión es accidental o es parte del libreto? Porque repetirlo en todo momento no siempre educa, pues muchas veces desinforma", escribe Rafelli González

Por Rafelli Gonzalez
Opinión|Ago 1, 2025
(Imagen generada con IA)
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En Puerto Rico se ha vuelto común (y peligroso) confundir conceptos básicos cuando se discute el quehacer público. En materia de contratos, se utiliza el término “privatización” como sinónimo de cualquier acuerdo con una empresa privada, y se acusa de “privatizador” a cualquiera que proponga colaboración con el sector privado.

Esta confusión no es trivial, pues distorsiona el debate público, debilita la rendición de cuentas y permite que el ruido opaque los verdaderos abusos. Atropellos que en diferentes grados sufrimos todos los puertorriqueños cuando se destapan esquemas de corrupción gubernamental que desvían los fondos que tanto necesitamos para que los servicios más básicos funcionen.

Aunque parecería obvio, es preciso aclarar que una empresa privada es simplemente cualquier entidad no gubernamental. Tan simple y sencillo como eso. Desde la panadería de la esquina hasta una megaempresa multinacional. Si una agencia del Estado contrata a una de estas para ofrecer un servicio como reparar un tubo de agua, dar mantenimiento a una escuela o suplir equipos eléctricos, eso no significa que estemos ante una privatización. Es, sencillamente, una relación contractual. Nada más.

Entonces, ¿qué sí es una privatización? Es cuando el Gobierno cede de forma total o sustancial un servicio esencial al sector privado, usualmente por tiempo prolongado y sin capacidad efectiva de fiscalización pública. Privatizar implica renunciar al control estatal sobre lo que debe ser, por definición, una función pública.

Aquí entra un tercer concepto que suele enredarse en el discurso: las Alianzas Público-Privadas (APP). Se trata de acuerdos regulados por la Ley 29-2009, mediante los cuales el Estado retiene la propiedad de un bien o servicio, pero delegan su operación, mantenimiento o desarrollo a una empresa privada por un periodo definido. Las APP son estructuradas, con procesos de selección y fiscalización. No toda APP es una privatización, aunque puede serlo en la práctica si se otorgan sin transparencia ni contrapesos.

En estos tiempos, se hace muy importante no caer en atajos retóricos. No toda contratación con una empresa privada es mala. Lo que debe preocuparnos es la pérdida de control, la ausencia de métricas claras, y la falta de transparencia. A veces se firma un contrato privado para pintar una escuela, y se grita “¡privatización!”. Pero cuando se transfiere por décadas el sistema de energía o las carreteras sin una fiscalización eficaz, algunos optan por el silencio, sobre todo cuando les conviene a sus intereses pecuniarios.

Entonces uno se pregunta: ¿la confusión es accidental o es parte del libreto? Porque repetir el término “privatización” en todo momento no siempre educa, pues muchas veces desinforma. Y en un país donde las redes y la opinión pública juegan un rol crucial en la política, desinformar también puede ser estrategia.

Es más cómodo armar una narrativa ideológica que exige cero participación del sector privado o viceversa, que hacer el trabajo riguroso de fiscalizar contrato por contrato. Pero la comodidad no es excusa.

En la administración pública las palabras importan. Y como ciudadanía también nos toca usarlas con precisión.

Sobre el autor

El licenciado Rafelli González Cotto es un periodista, abogado y profesor puertorriqueño con más de 15 años de experiencia en medios digitales y comunicación pública. Ha fungido como cofundador de medios noticiosos, dirigido estrategias editoriales en prensa digital y liderado diversas iniciativas de índole comunitaria. Como abogado, ha defendido la libertad de expresión en los tribunales y como profesor universitario forma comunicadores en contenidos digitales y narrativa multiplataforma.