Experiodista de The Guardian y sus vínculos con agentes del KGB

Te contamos por qué un exeditor renunció en 1994 al ser señañado como “agente de influencia” de la principal agencia de inteligencia de la Unión Soviética

Por Redacción InDiario
Historia|Sep 9, 2025
(Imagen generada con IA)
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Durante el mes de diciembre de 1994 en la ciudad de Londres, Inglaterra, Richard Willoughby Gott era considerado como un reputado periodista, historiador y editor del reconocido medio británicoThe Guardian.

Sin embargo y para sorpresa de muchos, renunció de forma repentina luego de un reportaje publicado por The Spectator que lo acusaba de haber trabajado como “agente de influencia” para el KGB. Según dicha publicación, Gott habría aceptado pagos de hasta 600 libras esterlinas por mantener contacto con oficiales soviéticos y proporcionar información útil para el régimen comunista.

El KGB (Comité para la Seguridad del Estado, por sus siglas en ruso: Komitet Gosudarstvennoy Bezopasnosti) fue la principal agencia de inteligencia de la Unión Soviética durante la Guerra Fría. Combinaba funciones de espionaje exterior, contrainteligencia, represión interna y propaganda ideológica. Su misión no era solo recolectar secretos militares, sino también influir en la opinión pública y los medios de comunicación en países occidentales a través de personas con mucho poder y credibilidad, conocidas como “agentes de influencia”.

Estos agentes no robaban información, pero sí ayudaban a moldear narrativas útiles al Kremlin.

El artículo en The Spectator indicó que Gott sostuvo reuniones periódicas con agentes del KGB, recibió dinero por ello y hasta proporcionó nombres de periodistas británicos potencialmente reclutables. También sugería que Gott había sido reactivado como contacto luego de un pago inicial de 600 libras.

Ese mismo día, medios como The Independent y la agencia UPI informaron sobre la renuncia de Gott y destacaron que había mantenido vínculos con funcionarios soviéticos durante las décadas de 1970 y 1980. No obstante, subrayaron que no se trataba de un espía clásico, sino de alguien con relaciones políticas ambiguas en tiempos de tensión global.

La carta de renuncia de Gott

“No recibí dinero de los rusos con los que me reuní", escribió Gott en su misiva, la cual fue publicada en The Guardian. Sin embargo, sí reconoció haber viajado con todos los gastos pagados por contactos soviéticos, incluyendo reuniones en Viena, Nicosia y Atenas.

“Acepté oro rojo, aunque solo fuera en forma de viáticos (en especie)", admitió en otro fragmento de su carta de dimisión.

Gott describió esos encuentros en los años 70s como “una broma agradable” y dijo que, en retrospectiva, fue “culpablemente ingenuo”.

El exeditor añadió que debió haber informado a su editor de ese entonces, Peter Preston. Este último, por su parte, defendió a Gott y calificó el artículo de The Spectator como una "basura viscosa con una agenda apenas disimulada".

El Parlamento del Reino Unido reaccionó con rapidez a este escándalo de proporciones mayores. Una moción (EDM 249) presentada el 12 de diciembre de 1994 sostuvo que los agentes de influencia no eran espías, sino propagandistas.

“Estos agentes no estaban destinados a robar secretos occidentales, sino a alimentar a Moscú con desinformación sobre Occidente”.

La moción felicitó a The Spectator y a otros medios por exponer el caso.

Gott era un periodista respetado, autor de libros sobre América Latina y defensor abierto de movimientos revolucionarios. En 1981, fue vetado por la BBC para ocupar un puesto editorial en Newsnight por razones de seguridad nacional.

Años después, ese hecho cobró nuevo significado tras estas revelaciones de 1994. En 1999, el propio Gott escribió que todo el episodio reflejaba una “histeria anticomunista”, comparable al mccarthismo estadounidense.

Richard Gott dejó su cargo en medio de un escándalo de la Guerra Fría tardía. Aunque admitió viajes y reuniones financiadas por agentes soviéticos, negó haber actuado como espía o haber recibido pagos por reclutar. Sus acciones admitidas no dierom paso a su procesamiento criminal.

A más de 30 años de este suceso, este caso sigue siendo un ejemplo de cómo los medios y la inteligencia se entrelazaban en las sombras del siglo XX.

La historia de Richard Gott es más que un escándalo puntual, pues representa un patrón histórico de cómo los poderes de los gobiernos estatales o empresas del sector privado han intentado instrumentalizar a la prensa para fines de propaganda o manipulación.

Durante el siglo XX en el contexto de la Guerra Fría, tanto la Unión Soviética como Estados Unidos y sus aliados destinaron enormes recursos para infiltrar, influenciar o desinformar a través de periodistas, académicos, intelectuales y medios de comunicación. Pero no todos ellos eran espías.

Los agentes de influencia hoy

Muchos eran “agentes de influencia”, una figura mucho más ambigua, pero no menos poderosa. Gott fue señalado precisamente de eso: no de pasar secretos militares, sino de ayudar, consciente o inconscientemente, a promover narrativas favorables al Kremlin.

Esto plantea una cuestión aún más relevante en la actualidad: ¿hasta qué punto puede un periodista mantener su independencia frente a agendas ideológicas, económicas o geopolíticas?

Hoy, en plena era digital, los servicios de inteligencia ya no necesitan reclutar periodistas. Basta con infiltrar redes sociales, crear portales noticiosos falsos o promover contenidos polarizantes mediante algoritmos.

Pero más preocupante aún, algunos periodistas y medios legítimos se prestan activamente a esas agendas, a veces por simpatía ideológica, a veces por dinero, otras por conveniencia política. La desinformación ha mutado, pero no ha desaparecido. De hecho, se ha profesionalizado.

Hoy, el concepto de “agente de influencia” no es cosa del pasado. Ha evolucionado y se manifiesta en formas más sutiles pero igual de peligrosas. Comunicadores que repiten discursos impuestos desde el poder sin cuestionarlos, figuras públicas que promueven agendas extranjeras disfrazadas de opinión independiente, y medios que se someten a líneas editoriales alineadas con sus intereses, todo bajo la apariencia de periodismo.

El caso de Richard Gott, lejos de ser una anécdota del siglo pasado, sigue siendo una advertencia vigente. Nos recuerda lo fácil que resulta infiltrar una narrativa desde el exterior cuando hay quienes están dispuestos a servir como vehículo, ya sea por conveniencia, afinidad ideológica o silencio cómplice.

Y ante esto, las preguntas que nos debemos hacer no son opcionales.

• ¿Quién se beneficia cuando se distorsiona la verdad en nombre de una causa política?

• ¿Qué principios se sacrifican cuando un medio o periodista decide ser útil a una potencia extranjera?

• ¿Vale más la lealtad a una ideología que la responsabilidad con la libertad individual y la verdad?

Treinta años después, el escándalo de Gott nos sigue hablando, pero esta vez en el contexto de algoritmos que moldean percepciones, campañas coordinadas desde regímenes enemigos de la libertad y medios que ya no informan, sino que militan.

En este nuevo campo de batalla, el periodismo real que no se arrodilla ni se vende se convierte en una línea de defensa. No es neutral, porque defender la libertad nunca lo ha sido. Y frente a los nuevos KGB digitales, el periodismo con principios es más necesario que nunca.