La confianza como contrato
La Lcda. Karla Mercado, Administradora de ASG, reflexiona sobre la transferencia de confianza, ética y responsabilidad a quiénes contratan con el gobierno.

En el servicio público solemos hablar de ética e integridad como los pilares de todo buen funcionario. Lo escuchamos en discursos, entrevistas, reglamentos y en códigos de conducta. Sin embargo, pocas veces reflexionamos sobre cuán esencial es que esos mismos valores se extiendan a quienes hacen negocios con el Estado.
Ser contratista del gobierno no es simplemente una oportunidad comercial; es una extensión del servicio público. Cada contrato firmado implica una delegación de confianza. Esa confianza no recae solo en las agencias o los servidores que la otorgan, sino también en las empresas y profesionales que deciden asumir la tarea de ejecutar un proyecto, ofrecer un servicio o suplir un bien.
Esa relación, entre quien administra recursos públicos y quien los gestiona desde el sector privado, debe estar mediada por el mismo estándar ético. Porque, al final, ambos contribuyen al mismo fin de bienestar colectivo y manejo de recursos públicos. No se trata únicamente de cumplir con las cláusulas de un contrato, sino de hacerlo con un sentido de responsabilidad y transparencia que honre la confianza depositada.
La honestidad en las capacidades es el primer paso. Decir con claridad qué se puede cumplir, con qué recursos se cuenta y hasta dónde llega el compromiso, es tan importante como ejecutar con eficiencia una vez adjudicado el contrato. No se espera perfección, pero sí verdad. Fingir solvencia o experiencia puede dar resultados a corto plazo, pero mina la credibilidad y, con ella, la posibilidad de seguir construyendo relaciones de confianza en el sector público.
La ética empresarial, particularmente cuando se trabaja con fondos públicos, no debe ser vista como un formalismo, sino como una forma de ciudadanía. Una empresa que actúa con integridad contribuye tanto como un funcionario honesto a fortalecer la institucionalidad y a restaurar la fe en el gobierno.
Por eso, la transparencia debe ser un principio activo: informar con claridad, documentar con rigor, evitar conflictos de interés y reconocer errores cuando ocurren. La confianza no se mantiene con apariencias, sino con coherencia.
En momentos donde la desconfianza hacia las instituciones parece generalizada, recordar que el servicio público no termina en la oficina gubernamental, sino que se extiende a cada contratista, suplidor y asesor, es indispensable. La ética no es una condición exclusiva del servidor público; es un lenguaje común entre quien sirve y quien contrata.
Que cada empresa que colabora con el gobierno recuerde que la integridad no se impone, se demuestra. Y que en el largo camino de la confianza, la reputación es el activo más valioso que jamás se compra: solo se gana.