El Rey que hoy celebramos también fue embrión
Una reflexión de Semana Santa sobre el Evangelio de la gracia, la dignidad de la vida humana y la gloria escondida en lo frágil.

Durante Semana Santa, los cristianos alrededor del mundo recordamos el centro de nuestra fe: la encarnación, vida, muerte y resurrección de Jesucristo. Pero si lo meditamos con atención, la victoria de Cristo no comenzó en el Calvario. No empezó con los clavos, ni con la corona de espinas, ni siquiera con la tumba vacía. Comenzó mucho antes.
No comenzó en un lugar que el mundo rara vez mira con reverencia, pero que Dios escogió con intención: un vientre.
Desde antes de la fundación del mundo, Dios había trazado su plan eterno de redención. Y cuando llegó la plenitud del tiempo, no descendió en majestad visible, como un adulto listo para enseñar o sanar. No. El Rey del universo eligió hacerse embrión. Eligió abrazar cada etapa de nuestra humanidad: feto, bebé, niño, adolescente, joven. No se saltó ni un segundo de lo que significa ser humano. “Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros” (Juan 1:14).
Eso es lo que celebramos en Semana Santa: no a un Dios lejano y ajeno a nuestro dolor, sino al Dios que se hizo carne. Al Creador que entró en su propia creación, asumiendo la fragilidad y la dependencia. Que conoció el llanto, el hambre, la pequeñez… desde el vientre de su madre.
En Lucas 1:44, leemos: “La criatura saltó de alegría en mi vientre”, cuando María, embarazada de Jesús, saludó a Elisabet. Juan —aún sin haber nacido— reconoció a su Salvador, también no nacido. Y Elisabet lo proclama sin titubeos: “¿Por qué se me concede esto a mí, que la madre de mi Señor venga a mí?” (Lucas 1:43).
Jesús ya era Señor. No necesitó nacer para serlo. Y eso lo cambia todo.
Dios eligió el vientre como el lugar donde comenzaría su obra redentora. Esto no es un detalle simbólico o litúrgico. Es una verdad que transforma nuestra visión del mundo. La redención del cosmos comenzó con una mujer que dijo “sí” y con el embrión del Dios encarnado, creciendo en silencio en su vientre.
¿Cómo, entonces, podemos tratar el vientre como un espacio neutral? ¿Cómo podemos afirmar la gloria del Evangelio mientras callamos cuando ese mismo vientre se convierte en campo de batalla para los más indefensos?
El Salmo 139 nos recuerda: “Tú formaste mis entrañas; tú me hiciste en el vientre de mi madre… Mi embrión vieron tus ojos.” Esta es la realidad para cada ser humano: cada vida es intencional. Cada vida es vista, conocida y amada por el Creador.
Y sin embargo, vivimos en una cultura que desprecia esa fragilidad. Que llama “progreso” a eliminar lo que incomoda. Que confunde autonomía con dignidad. Pero el Evangelio nos enseña lo contrario. Jesús no evitó la debilidad: la abrazó. La redención no vino por la fuerza, sino por la entrega. A través del amor sacrificial en el silencio, no por la aclamación del mundo.
Si realmente creemos en la cruz y en la resurrección, no podemos ignorar a los no nacidos. Cristo venció la muerte… y también venció el desprecio por la vida que Él creó. Por eso, ser provida no es una mera ideología. Es la consecuencia natural del Evangelio. Es reconocer que el Dios que resucitó para salvarnos, también comenzó su misión como un embrión, en el vientre de una mujer.
En esta Semana Mayor, mientras contemplamos la tumba vacía, no olvidemos que la redención comenzó en un vientre. Que nuestro amor por Cristo nos impulse a amar como Él ama: desde lo oculto, lo frágil, lo que el mundo no considera. Defender la vida humana—su dignidad, su valor, su imagen divina—es abrazar el misterio glorioso del Evangelio de la gracia. Y en esta generación, no hay llamados más altos, ni más urgentes, que estos.